“Fui llamada a servir a Dios y Su
pueblo con un corazón de sierva”.
Yo no comprendía. Estaba enojada. Mi ira se tornó en
vergüenza, la vergüenza se tornó en tristeza, y la tristeza se
convirtió en miedo. Sentía que me estaba hundiendo. Clamé
a Dios: “Dios, tú me dijiste que viniera. Me bajé de la barca y
caminé sobre las aguas. ¡Pero, estoy hundiéndome!”
Cuando Pedro se bajó del bote y vio los vientos, fue presa
del temor, y comenzó a hundirse. En su desesperación, Pedro
clamó: “¡Señor, sálvame!” Y así es exactamente como yo me
sentía. Jesús no perdió tiempo en salvar a Pedro. Mateo 14:31
dice: “En seguida Jesús le tendió la mano, y sujetándolo, lo
reprendió: ‘Hombre de poca fe ¿Por qué dudaste?’”
Cuando el viento sopló en mi dirección, comencé a dudar
de mi llamado como pastora. Necesitaba poner mis ojos en
Jesús. Hebreos 12:1-2 dice: “Corramos con perseverancia
la carrera que tenemos por delante. Fijemos la mirada en
Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe, quien, por
el gozo que le esperaba, soportó la cruz menospreciando
la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la
derecha del trono de Dios”.
Después de nuestra reunión con los líderes de la iglesia,
mi esposo, David, se acercó a mí mientras yo procesaba mis
ideas y emociones. Yo estaba luchando con el temor en mi
vida. Tenía temor de la vergüenza, temor al fracaso, miedo de
las personas, temor de desilusionar a otros, temor del futuro,
temor del bienestar de mi familia, y la lista de los temores
aumentaba.
Recuerdo el mismo domingo cuando David predicó un
mensaje sobre el temor. Yo estaba sentada en la parte posterior
del santuario con mi bebé más pequeño durmiendo en su
carriola. Escuché a David decir estas palabras: “En el amor
no hay temor. El amor perfecto echa fuera el temor” (1 Juan
4:18). Estas palabras trajeron la verdad a mi vida. ¿Por qué
hay que temer cuando el perfecto amor de Dios ya ha echado
fuera mis temores? “Porque tanto amó Dios al mundo que
dio a su Hijo unigénito” (Juan 3:16). El que teme espera el
castigo, así que no ha perfeccionado el amor” (1 Juan 4:18),
para salvarnos. Las últimas palabras de Jesús fueron: “Todo
se ha cumplido” (Juan 19:30).
William Barclay dice que Jesús “no dijo”, “todo está
cumplido” para aceptar una derrota; Él lo dijo como alguien
que clama con gran gozo porque ha ganado la victoria.
Parecía estar partido en la cruz, pero Él sabía que Su victoria
había sido ganada”. Jesús ya había ganado la batalla en mi
lugar. ¿Por qué hay qué temer cuando la batalla ya ha sido
ganada? Cada mañana y cada noche yo repetía 1 Juan 4:17-
18: “En el amor no hay temor. El amor perfecto echa fuera
el temor”.
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Poco después de mi renuncia a la iglesia, David deseaba
inscribir a nuestra familia en un programa misionero de seis
meses con Juventud con una Misión (YWAM, por sus siglas
en inglés). Él había participado en el mismo programa en sus
años de colegio y siempre había deseado regresar con nuestra
familia. Había mencionado el programa misionero varias
veces en el año desde que nos casamos, y yo contestaba con
un: “¡Seguro! Algún día”. Pero esta vez él hablaba en serio.
Yo tenía muchas preguntas: “¿Perdón?” ¿Quieres dejar tu
empleo, llevar a tus tres hijos (y el menor no tenía más de un
año de edad) e ir a hacer misiones por seis meses? Y después,
¿qué harás? Somos pastores. No significa que tenemos
miles de dólares en nuestra cuenta bancaria. ¿Cómo vas a
alimentar a la familia?”
La respuesta de David fue muy sencilla: “No te preocupes.
Dios proveerá” Ese día mi respuesta (y de otros muchos
días) fue la misma: “No, gracias”. Después de unos meses de
conversaciones, lágrimas y algunas discusiones, David dejó
de hablar del asunto.
Ese mismo año, un misionero vino a nuestra iglesia
como predicador invitado. Sentía un impulso especial en
mi corazón. Dios me estaba diciendo que le pidiera orar
por mí. Hice lo que ninguna otra esposa de pastor coreano
haría cuando teníamos un predicador invitado. Tan pronto
como terminó el servicio, me dirigí al frente del santuario
empujando la carriola y le pedí que orara por mí. Cuando él
oró por mí, el Espíritu intercedió, y entonces supe que Dios
quería que nuestra familia sirviera a las naciones a través
de aquel programa misionero, y que compartiera el amor
de Jesús con personas que nunca hubieran escuchado de
Jesucristo. Las huellas de los dedos de Dios estaban en todo
el proceso de prepararnos para ir al campo misionero por
seis meses. Vendimos nuestro auto, nuestro piano, nuestros
muebles, empacamos otras pertenencias en el garaje de unos
amigos, y viajamos en un avión al campus de YWAM.
Los tres meses de entrenamiento para las misiones
me volvieron a la vida. Como una estudiante interesada
me sentaba en la primera fila de la clase y lloraba en cada
conferencia. Fue un tiempo de sanidad y de experimentar
al corazón de Dios como un Padre. Una de las cosas más
grandiosas que aprendí en YWAM fue renunciar a mis
derechos. Dios me había guiado a un tiempo de humildad
a fin de que pudiera alzar las palmas de mis manos y decir:
“Sí, mi Dios, estoy lista”. Fui llamada a servir a Dios y Su
pueblo con un corazón de sierva. Recordé la tradición de mi
fe. Mi bisabuela, mi abuela, y mis padres sirvieron a Jesús
como humildes siervos. Jesús, el Rey del universo, vino a este
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