Octubre 2020 — pg. 7
Por todo el país, hay otro incendio igual de
voraz – no es un incendio físico, sino un furioso
fuego de retórica incendiaria, y su huella de
destrucción pasa por en medio de la iglesia.
Los ciudadanos cristianos, inflamados por
los apasionados conceptos y puntos de vista
culturales, se pelean unos con otros en una
guerra de palabras. Aún entre miembros de
la misma familia o iglesia, las conversaciones
amables y pacientes con aquellos que difieren
han sido remplazadas por las lanzas de llamas
verbales.
Estas llamas son avivadas por las redes
sociales, las noticias de la radio y por cable. Los
algoritmos de las redes sociales están diseñados
para reforzar cualquier cosa que nos guste o
que compartamos, de modo que consigamos
más contenido que confirme nuestras bases. Las
estaciones de radio y de TV han aprendido que
es más lucrativo para sus anunciantes si apelan a
una pequeña rebanada del pastel ideológico, así
pueden con frecuencia darle su propio soporte
exclusivamente. La verdad misma parece
haberse encendido, como algunos anuncios
políticos están llenos de mentiras descaradas,
convenciendo a los ingenuos. En este tóxico
ambiente, las personas dejan de imaginar que
alguien con maneras de pensar diferentes tengan
algún argumento.
Muchas de nuestras Iglesias están
completamente mal equipadas para manejar
la polarización que estamos experimentando.
Usualmente nosotros hemos rehuido
completamente el discurso político, así no
sabemos qué hacer mientras las llamas se
extienden entre las vidas de nuestros miembros
y los enfrentan unos con otros. Estamos
sufriendo una barrera generacional y cultural
y no sabemos cómo hablar de uno a otro lado
de la misma. Sea en conversación cara a cara o
en las redes sociales, demasiados cristianos son
atrapados en el intercambio de sobrenombres y
en juicios desagradables unos con otros.
“Las conversaciones
amables y pacientes
con aquellos que
difieren han sido
remplazadas por las
lanzas de llamas
verbales”.
La epístola de Santiago del Nuevo Testamento
nos habla directamente a nuestro momento:
“Mis queridos hermanos, tengan presente
esto: Todos deben estar listos para escuchar, y
ser lentos para hablar y para enojarse; pues la
ira humana no produce la vida justa que Dios
quiere” (Santiago 1:19-20).
“Si alguien se cree religioso, pero no le pone
freno a su lengua, se engaña a sí mismo, y su
religión no sirve para nada” (Santiago 1:26).
Así también, la lengua es un miembro muy
pequeño del cuerpo, pero hace alarde de
grandes hazañas. ¡Imágínense qué gran bosque
se incendia con tan pequeña chispa! También
la lengua es un fuego, un mundo de maldad.
Siendo uno de nuestros órganos, contamina
todo el cuerpo y, encendida por el infierno,
prende a su vez fuego a todo el curso de la
vida. El ser humano sabe domar y, en efecto,
ha domado toda clase de fieras, de aves, de
reptiles y de bestias marinas; pero nadie puede
domar la lengua. Es un mal irrefrenable, lleno
de veneno mortal. Con la lengua bendecimos a
nuestro Señor y Padre, y con ella maldecimos
a las personas creadas a la imagen de Dios. De
una misma boca salen bendición y maldición.
Hermanos míos, esto no debe ser así” (Santiago
3:5-10).
Si Santiago comparó la lengua con un fuego,
el cual puede ser encendido por el infierno y
puede encender a todo el curso de nuestra vida,
¿qué diría acerca de las palabras que escribimos?
¿Cómo “hablamos” nosotros a través de nuestros
teclados y teléfonos inteligentes con nuestros